El Doctor del Tatuaje
¿Quién dice que no te puedes enamorar de tu doctor? Yo no lo creía pero han pasado los años y aún recuerdo la primera vez que lo vi. Mi nombre es Paula y esta es mi historia. Un día de verano llegué al área de Cirugía Plástica de la clínica Santa Rosa para hacerme la liposucción. Siempre fui delgada pero mi obsesión por las "llantitas" me llevó a quererme operar, a meterme “cuchillo". Después de varias citas en el consultorio, de pagar la cirugía y los tratamientos posteriores llegó la fecha.
Ese 23 de julio estaba muy nerviosa, tenía todas las dudas del mundo y de sólo pensar que usaría la faja apretadísima posterior a la intervención quirúrgica me daban náuseas. En la tarde que llegué al centro médico, quise cancelar, pero la mirada de mi hermana diciéndome "pagaste mucho por esto" me hizo entrar en razón. En eso se acercó Fernando. Me pareció oír "campanitas celestiales" que se apagaron en cuanto salió la enfermera y me condujo a un pequeño cuarto para tomar mis signos vitales, peso, medidas y hacer mi historia clínico. Yo estaba absorta. No podía dejar de pensar en aquella mirada ni en aquel aroma del doctor que acababa de ver. Se llamaba Fernando Ruiz. Lo sabía porque su nombre venía bordado con letras azules en su bata blanca.
Mientras mi hermana arreglaba los trámites de ingreso, otra enfermera joven me llevó a la habitación. Se veía austera. Una cama, dos burós, una silla a mi derecha, un sillón frente a mí y un lado, el baño. Además de los aparatos que siempre hay en todas los hospitales. Tenía una ventana grande con persianas blancas que daba hacia la parte trasera del edificio de seis pisos. Una vez que me dio las indicaciones, me cambié de ropa y me puse la bata azul. Recogí mi cabello en una trenza y me acosté en la cama. No tardarían en servir la merienda y a falta de televisión, decidí relajarme y pensar en lo que pasaría al día siguiente.
La puerta del cuarto estaba abierta así que podía ver un poco lo que ocurría afuera. Luego de atender a otros pacientes y dialogar con unos doctores, Fernando llegó al cuarto. Me explicó en qué consistiría la cirugía, lo que se esperaba y que si tenía alguna duda se la hiciera saber. Fue breve en su charla pero intenso en su mirada. Al salir, antes de cerrar la puerta, comentó que no debía cenar luego de las 9 de la noche. "Debes estar en ayunas", esbozó con una sonrisa. A las dos horas me llevaron la cena que para ser hospital no estaba mal. Huevo con jamón, leche, un pedazo de pan y mucha manzana. Seguro quieren que odie las manzanas, pensaba. Esa noche dormí bien.
Todo estaba en orden y mi hermana llegaría a las 7 de la mañana para darme la bendición y esperar a que terminase la operación. En la mañana me alcancé a dar un baño, me cambié de bata y esperé acostada mientras me llamaban para entrar al quirófano. Los buenos días llegaron con Fernando, quien lucía su uniforme quirúrgico azul. Se veía como diría mi hermana "como todo un macho alfa". Me pidió que me recostara para trazarme con marcador los puntos de donde me extraerían la grasa.
Mi corazón latía a mil por hora y él estaba nervioso. Qué raro, un especialista nervioso con una paciente normal. Yo no me consideraba ni bonita ni fea, normal, común y corriente. De hecho más corriente que común. Lo único que me gustaba presumir eran mis ojos ya que mis pestañas eran grandes y daban un realce.
Terminó de trazar y llamó a la enfermera. La hora había llegado. Me llevaron en camilla al quirófano y yo sentía una profunda tristeza al no verlo en ese pasillo. Había enfermeras, enfermeros pero no lo veía a él. De pronto me ganó el miedo y le dije a una de las enfermeras que no podía, que quería salir, pero en eso se apareció Fernando y me tomó de la mano discretamente. No debía notarse que él estaba preocupado por mí. Esa electricidad y calor invadió mi cuerpo. Ya no recuerdo qué más pasó pero sé que no quería soltar su mano. Creo que así me anestesiaron.
Cuando desperté, estaba en el cuarto, con la venda en la cintura y los dolores como si fuera a parir. Ya para qué me quejo si ya lo hice, me dije. Observé la habitación de tonos azules y claros, y, de pronto, encontré su mirada. Ahí estaba él, fingiendo estar ocupado mandando mensajes por su celular, pero sabía bien que no me dejaba de ver. Ya que nuestras miradas coincidieron, no supe qué hacer. Me dio una breve explicación de lo que pasaría en los primeros días de recuperación. Me tomaba de las manos y con cuidado también tocaba mi cara como un gesto amable, de que no me preocupara nada.
Era increíble que Fernando, el Adonis jamás visto, que tenía una sonrisa que mataba a cualquier mujer, estuviera ahí. Conmigo y coqueteándome. Así pasaron los demás días, entre dolores, fajas y náuseas. Mi hermana Lucía me hacía compañía casi todo el día y en las noches se iba a su casa, con sus hijos.
Una noche, mientras dormía, me pareció escuchar que abrían la puerta. Por más que quisiera correr, no podía, por los aparatos y por el intenso dolor que producía cada movimiento. Cerré los ojos, respiré y en cuanto los volví a abrir ahí estaba él. Traía su uniforme azul, que dejaba ver sus brazos color arena dorada con mucho vello, dejando a la imaginación que así era el resto de su cuerpo. Le pregunté qué hacía y el me tapó la boca con su mano. Y yo asentí. Con cuidado me quitó la sabana que me cubría las piernas. Dios Santo, olvidé depilarme las piernas hace quince días y ya se sentían rasposas.
Pensé en muchas cosas. Colocó su mano sobre mi vientre, adivinando todas las emociones que no podía controlar. Mi respiración agitada, mi corazón que explotaba y yo que buscaba una salida. Acercó sus labios a los míos y comenzó a besarme. Tenía que inclinarse mucho pues era muy alto. Yo quise pararme pero él no me dejó. Luego, como si lo tuviera planeado, subió mi bata a la mitad de mi cuerpo y conoció mis calzones. Metió su mano y fue la hecatombe. Empezó a frotar mi clítoris en círculos con un ritmo lento mientras yo me moría literalmente en su mano. No podía dejar de sentir, no quería abrir los ojos de los nervios y de las emociones que me provocaba. Sentía una mezcla de placer, emoción y dolor por la cirugía. Pero Fernando me gustaba y estaba ahí conmigo. La explosión vino. Nos seguimos besando y yo con la mano derecha, la que no tenía el suero, le acaricié su cabellera café clara casi rubia perfectamente desordenada. No dijo nada y se fue.
Yo me quedé pasmada, en shock, con mil preguntas en la cabeza. Tenía ganas de darme una ducha pero debía llamar a alguien para que me ayudara o esperar a que llegara Lucía al día siguiente. Mejor esperé. Estiré el brazo para tomar mi celular del buró a mi izquierda y prendí el teléfono móvil. Coloqué los audífonos y en el radio sonaba "Just give me a reason" de Pink. Excelente canción, dije y luego me quedé dormida.
En el hospital duré una semana, y las enfermeras decían que debí irme a los cuatro o cinco días. Pero mi doctor no me dio de alta hasta entonces. Todas las noches era lo mismo. Llegué a sentir una extraña necesidad de verlo más tiempo del que solíamos estar juntos. La mañana en que salí, Fernando no estuvo pero me dejó una nota: "Gracias por compartir conmigo esta semana". A la fecha recuerdo sus besos y el sabor a él en todo mi cuerpo, su aroma, su musculatura, su trasero y todo lo que tiene como un Adonis perfecto.
¿Cómo era posible que dejaran que un cirujano plástico tuviera unos tatuajes en el brazo derecho? Se me hacía tan fuera de lo normal pero a la vez seductor. No sé si se acuerde de mí, o quizá fui una más de su lista. Probablemente sí. Lo mejor que hice fue no buscarlo, sabía que era mejor quedarme con ese recuerdo.
Además de ayudarme a tener una mejoría estética en mi cuerpo, contribuyó en gran medida a sentirme sexy, a saberme deseada y eso, solo se lo podré agradecer a él.
Por: GVD